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Brillante y estelado como un cometa, Mjölnir atravesó los Nueve Mundos sacudiendo a su paso las ramas del árbol cósmico Yggdrasil que los mantenían separados. Fue una estrella fugaz en todos ellos, recorriendo veloz sus firmamentos, atronando en los cielos con rabia y desesperación mientras buscaba a su amo perdido sin descanso. El lazo místico que los unía era cada vez más débil y eso sólo podía significar que el dios del trueno estaba muriendo. Con un estallido, el mágico martillo se alzó por encima de las ramas más altas y escapó de las realidades que cohesionaba el árbol, internándose en dimensiones donde reinaba el caos más absoluto. Las barreras se rompieron una tras otra, los límites se desgarraron ante su poder, y Mjölnir siguió buscando, un universo detrás del otro, por mundos donde nunca antes algo hecho ni por hombres ni por dioses había penetrado.

Y en uno de ellos, uno de los más lejanos, encontró a Thor.

Lo arrastraba consigo todavía aquel horror infame que los separó en el páramo helado de Niflheim, una montaña hecha de negrura cuya forma no dejaba de alterarse y que dejaba tras de sí un humo negro y denso, como licuado. Atrapado en el abrazo corrosivo del seudópodo de la criatura, el dios del trueno no se movía, herido de muerte por el veneno que destilaba el engendro. Pero, al notar la presencia de Mjölnir, Thor abrió los ojos y estiró los dedos agonizantes para alcanzarlo. Estaba tan lejos aún... Era una bola de fuego rugiendo furiosa en la distancia, llamándole como una amante enloquecida.

Cuando se encontraron, aquel universo entero se llenó de una luz que no había conocido jamás. Thor sintió renacer sus fuerzas y gritó mientras golpeaba al ser oscuro con tal violencia que la materia inerte que los rodeaba formó torbellinos que millones de años más tarde serían galaxias. Eso detuvo al monstruo en su vuelo, pero no por ello le soltó. Sorprendida, la criatura llamada Nyarlathotep abrió algo que parecía una boca enorme y repleta de infinidad de dientes afilados en cuyo interior había un ojo de pupila rasgada como el de una serpiente, con el que miró al pequeño dios que sujetaba. No había sentido dolor y sólo mostraba curiosidad.

Thor llamó entonces a los vientos; llamó al rayo, llamó al trueno, llamó a todos los elementos, pero ninguno respondió. Allí sólo había caos y éste no sabía ni de dioses ni de obligaciones para con ellos. Sin embargo, ahora tenía a Mjölnir y su arma nunca fallaba. Así que la arrojó, sabiendo que sólo tendría una oportunidad, rezando a Odín para que ésta fuera suficiente, para que el poder de aquel martillo, que podía aplastar cordilleras y separar océanos, bastase para salvarle. Veloz como el relámpago, Mjölnir se clavó en el ojo abierto de Nyarlathotep, y Nyarlathotep chilló, ahora sí sacudido por el dolor. Algo que quizás nunca antes había experimentado. Cegada, la divinidad primordial dejó escapar a su presa y luchó para arrancarse aquella astilla diminuta que tanto le molestaba.

No hacía falta. Mjölnir salió solo, provocando aún más daño en el ojo del mensajero del caos, y voló para reunirse de nuevo con el dios del trueno, alejándole luego del peligro mientras cruzaban de nuevo las dimensiones. Thor apenas conseguía mantenerse agarrado al martillo; su cuerpo todo era una llaga dolorida, abrasada; había perdido todo el cabello y la carne se le deshacía a pedazos. Mjölnir intentó sanarle. Su poder tanto podía destruir como curar, e incluso devolver la vida a los muertos. En su interior ardía el fuego de Muspell con el que fue forjado, y lo usó para envolver a Thor durante su viaje vertiginoso.

Un viaje que acabó de repente, cuando hombre y martillo, convertidos en un ardiente meteorito, se estrellaron en un mundo que encontraron en su camino y no pudieron esquivar. El impacto provocó una nube de polvo similar a la de una bomba atómica, y un terremoto que separó placas continentales. El estampido pareció eterno, reverberando una y otra vez a lo largo y ancho de todo el planeta. Cuando por fin todo se calmó, ni siquiera el viento se atrevió a pasar por el lugar y un silencio sepulcral se adueñó de él.

Thor no supo cuánto tiempo permaneció allí recuperándose, en el fondo del cráter abierto y ardiendo hasta que el fuego de Mjölnir consumió todos sus males y heridas. Horas o siglos, poco importaba, pues ambos eran como suspiros para alguien que formaba parte de la eternidad. Aún así, cuando logró salir su cuerpo todavía conservaba señales del lacerante contacto de Nyarlathotep, marcas de quemaduras que aún tardarían en cerrar. ¿Y dónde estaba? Alrededor del cráter sólo había desolación, una extensión inmensa de tierra agreste, baldía, y los restos de lo que debía haber sido un bosque, ahora convertidos en un montón de esqueletos de árboles quebrados y secos. Su llegada había tenido consecuencias desastrosas. A lo lejos vio montañas, y de alguna manera éstas le resultaron conocidas, así como el brillo rojizo que iluminaba el horizonte tras éstas.

Invocó otra vez al viento, y esta vez sí, las fuerzas elementales respondieron a su exhorto. No tenía a sus Tanngrisnir y Tanngnjóstr para llevarle, pero el viento accedió a convertirse en huracán sólo para él y transportarle con cuidado hasta aquellas montañas. Cruzó de este modo los cielos de aquel mundo ignoto, y mientras lo hacía siguió embargándole la sensación de que ya había estado antes en aquel lugar, de que lo conocía. Cuando el viento le depositó en la cumbre de uno de los montes y vio lo que había más allá, supo por qué.

—Por Asgard, ¿qué es esto? —exclamó entonces.

Porque lo que vio fue una ciudad asomándose al borde de un abismo y que como única entrada tenía un puente que se perdía en el infinito. Una ciudad que ardía, invadida por un espantoso ejército de cadáveres que avanzaba imparable desde el puente y saqueaba y mataba por las calles. Distinguió además entre sus filas demoníacas a una serpiente monstruosa y a un lobo colosal que sembraban el terror por allá donde pasaban. Un puñado de valientes les hacía frente, diminuto en comparación con el número casi infinito de invasores que no cesaban de llegar como un terrorífico torrente.

Estaba viendo Ragnarök. O algo que se parecía mucho a Ragnarök.


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