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La memoria puede ser a veces cruel: con el transcurso de los años, Jaume Vila apenas recordaría el rostro de la muchacha que fue su primer gran amor. En ello quizás influiría el poco tiempo que llegó a conocerla en realidad, pues pasó por su vida con la fugacidad y la violencia de un vendaval, dejando sólo desolación detrás. Lo cierto era que sus rasgos quedarían difuminados en una niebla dolorosa y sucia, y en cambio tendría muy presentes las últimas palabras que pronunció antes de morir entre sus brazos. Todo está bien, le dijo, y desde entonces aquella frase fue la ironía que no dejó jamás de martirizar su existencia. Todo estaba bien, era cierto, la vida continuaba, ruleta malvada y absurda que en verdad nunca decidía; el mundo seguía girando, aunque lo aplastara todo en su lento avance, y la serena de la noche era luego la clara de la mañana como decía la canción. El sufrimiento que provocaba aquel universo enloquecido poco importaba, no era más que un pequeño tributo que había que asumir como inevitable y por tanto relegarlo al olvido con la naturalidad de la resignación. ¿Qué más daba entonces que él no consiguiera evocar los rasgos de aquella que tanto quiso una vez, mientras todo estuviera bien?

Por aquel entonces las cosas no eran como hoy las conocemos. España era distinta, Barcelona era distinta, la gente era distinta. Jaume tenía sólo trece años y ya había pasado por casi todas las instituciones benéficas de la ciudad, desde el Patronato de Niños y Adolescentes Abandonados y Presos hasta el Asilo Toribio Durán, para recaer por último en el caserón sórdido y tenebroso que la obra salesiana había ocupado en la masía Can Prats de Sarriá convirtiéndolo en unos talleres donde se trabajaba sin descanso mientras hubiera luz para poder hacerlo. Su padre murió cinco años antes, durante la epidemia de cólera, y las autoridades decidieron no mucho después que su madre, que ejercía la prostitución y era adicta al láudano de Sydenham, no podía seguir ocupándose de él por más tiempo, así que lo mejor era convertir la vida de aquel pobre niño en un errático vagabundeo por centros de internamiento que al final eran sólo cárceles disfrazadas con eufemismos. A su corta edad ya conocía la mordedura cruel de la pérdida y el abandono y todo hacía presagiar que acabaría siendo carne de presidio, o como mucho uno más de aquellos patéticos desposeídos que pululaban por los poblados marginales de Casa Antúnez y Pueblo Nuevo viviendo en casas construidas con tablas y empleándose como jornaleros en el Ensanche y en el puerto o mendigando y prostituyéndose por el Raval.