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Antonio Zambrano estaba sentado en la terraza de un bar, a punto de levantarse para decirle algo a una morena despampanante que había ocupado otra de las mesas y que ahora leía una revista, cuando apareció de pronto aquel anciano para espetarle a la cara:

—Sé lo que eres.

Zambrano se le quedó mirando sin inmutarse y pudo ver en aquellos ojos fríos como el hielo que no era un viejo loco que se hubiera acercado hasta él por error para balbucear sus majaderías sin sentido. Esos ojos le decían efectivamente que sabían quién era él, y también lo que era. Había puesto una mano sobre su mesa para apoyarse mientras se inclinaba para hablarle, y advirtió que tenía la otra escondida en el interior de una raída gabardina bajo la que estuvo seguro de que llevaba una pistola. Abrió la boca para contestarle, pero entonces el viejo se dio la vuelta y se marchó por donde había venido. Zambrano buscó al camarero con la mirada para pedirle la cuenta, y cuando quiso volver a fijarla en aquel extraño individuo que se alejaba descubrió que se había esfumado entre la gente que paseaba por la rambla.

Se sintió inquieto. Todavía no había pisado su casa desde que llegara esa misma mañana desde Ginebra, en un viaje relámpago en el que había tenido que ocuparse de unos problemas con ciertos informáticos que al parecer molestaban a sus jefes, y ahora que pensaba en divertirse un poco se encontraba con ese tarado. Observó de nuevo a la morena, que seguía atenta a su revista. No era el momento adecuado, se dijo. Sin embargo, su instinto depredador pudo más que la prudencia.




El ex-inspector Roberto Aguilar se había ocultado en el interior de una tienda de "todo a un euro" regentada por chinos desde la que podía ver la terraza del bar y al hombre al que se había aproximado momentos antes. Mientras disimulaba fingiendo que buscaba algo entre los centenares de productos de escasa calidad que se amontonaban junto al escaparate, no quitaba ojo a su auténtica presa, sin importarle ser vigilado a su vez por el oriental que estaba a cargo de la caja registradora, que le escudriñaba receloso con sus ojillos rasgados, seguramente considerándole un vagabundo que había entrado allí a robar. Ahora Zambrano se había acercado a una mujer que tomaba un café y leía una revista en la misma terraza. Aguilar sintió un escalofrío a pesar del calor que hacía en el local. Sabía muy bien cuál sería la suerte de aquella pobre desgraciada que se había cruzado en el camino de ese monstruo.

Zambrano era uno de los asuntos que había dejado pendientes tras su jubilación del cuerpo de Mossos d'Esquadra, un asunto turbio y siniestro que ahora se proponía resolver de un modo u otro. En varias ocasiones se le había considerado sospechoso de las desapariciones de varias mujeres, pero cada vez que su nombre aparecía en un informe policial los servicios secretos estatales paralizaban la investigación asegurando que era competencia suya. Ya el hecho de que el CNI se ocupase de esa clase de crímenes resultaba chocante, pero lo verdaderamente alarmante era que nunca actuaban contra Zambrano. Aguilar tenía contactos en la agencia y no había dudado en consultarles al respecto, obteniendo sólo la velada insinuación de que Antonio Zambrano podía tratarse de un agente a su servicio. El ex-inspector sabía que los organismos de inteligencia contrataban a menudo a sujetos repulsivos para conseguir sus fines, pero nunca hubiese podido imaginar que utilizasen a un psicópata asesino de mujeres, y eso le llevaba a preguntarse qué clase de gente era la que estaba protegiendo al país. Había tenido acceso a su historial militar y por tanto conocía su participación en Bosnia y Afganistán, y las condecoraciones que había obtenido por ello, sin embargo había preguntado a compañeros suyos en esas misiones de la OTAN, que le describían como un auténtico sádico y le informaron de que también por entonces hubo rumores sobre varias desapariciones de mujeres por las zonas donde tenían sus acuartelamientos las tropas españolas, y más de uno sugirió que Zambrano pudo tener algo que ver. Ahora no tenía oficio conocido, pero vivía a todo trapo, seguramente a costa de fondos reservados; se hacía pasar por abogado, conducía un Porsche, tenía un apartamento de lujo en las Corts y a menudo se permitía viajes caros. Y a su alrededor seguían desapareciendo mujeres.

Tras su retirada del cuerpo por motivos de salud, Aguilar casi había llegado a olvidar a aquel psicópata, pero un compañero de homicidios le llamó un día por teléfono para contarle lo último en lo que se había visto involucrado y que de nuevo sus protectores habían tapado todo el asunto. Al parecer una noche Zambrano había sido encontrado inconsciente y magullado muy cerca de una discoteca, y el portero del local aseguraba que le había visto marcharse con una mujer de la que no se halló ni rastro. Todo el asunto olía muy mal, y la vieja obsesión del ex-inspector regresó. Pasó semanas diciéndose que aquello ya no era problema suyo, pero cada vez que miraba el periódico lo único que buscaba eran noticias sobre mujeres desaparecidas. Tenía que detenerle como fuese, porque aquel asesino nunca pararía.




Antonio Zambrano tenía un encanto especial con las mujeres: no sólo era atractivo sino que sabía seducirlas mostrándose simpático y encantador, halagándolas en la justa medida para que cada una de ellas se sintiera única y maravillosa. No siempre le funcionaba, claro, pero era muy raro que su instinto se equivocase al seleccionar una víctima. Y aquella vez tampoco erró. Ésta se llamaba Lucía y estaba casada, pero no le hizo ascos a su compañía y con su verborrea le arrancó más de una risa que poco a poco vencieron su desconfianza. Cuando, elegantemente, se ofreció a acompañarla hasta su coche, estacionado en zona azul, ella aceptó, seguramente pensando que al despedirse se darían los teléfonos y la cosa no pasaría de ahí.

No fue así. Cuando Lucía abrió la puerta de su coche y aquel hombre tan guapo y cordial le dio un beso en la mano, como aquellos caballeros de las películas, no sospechaba que acto seguido iba a clavarle una pequeña jeringuilla en el cuello que contenía propofol y que la abrazaría con fuerza y le daría un beso en la boca para que no gritara. Intentó resistirse, pero era demasiado tarde. En sólo unos segundos estaba inconsciente y sólo se sostenía en pie porque Zambrano la sujetaba. Para cualquiera que los mirase en ese momento, eran sólo una pareja dándose un beso apasionado. Zambrano miró alrededor y, tras cerciorarse de que no atraían la atención de nadie, la metió en el coche, un Seat León nuevecito, por la puerta abierta y después la empujó hasta colocarla en el asiento del acompañante.

Recogió las llaves, que se le habían caído al suelo a su presa, y volvió a otear en rededor. Algo le decía que aquel viejo chalado le estaba vigilando. Bien, que le siguiese. Ya veríamos quién ponía la trampa a quién. En Afganistán también hubo un tipo de la policía militar que quiso pasarse de listo y acabó en el fondo del río Hari Rud con una piedra en los pies y una bala en la cabeza. Antonio Zambrano sabía resolver sus problemas, así como los de sus jefes. Sólo una vez dejó un asunto a medias, con aquel tipo al que sus jefes le ordenaron quitarle un libro, vete tú a saber por qué, y luego se enteró de que el susodicho había sobrevivido. Pero no solía tener esos fallos a menudo.

Salió de Barcelona por la Diagonal para coger la AP-2 y finalmente la E-90. Llevaba junto al cambio de marchas otra jeringuilla por si la mujer despertaba. Ésta, a pesar de haberle colocado el cinturón de seguridad, continuamente se empeñaba en golpear con la cabeza en el salpicadero y tenía que ponerla bien cada dos por tres. No quería que se desfigurase, no por lo menos hasta que llegasen a su destino y lo hiciese él mismo para encontrar lo que de verdad había dentro de ella. Lo que de verdad era. Porque Zambrano sabía que no era en absoluto lo que aparentaba. Sólo él lo sabía.

No lo había averiguado hasta hacía muy poco, cuando una criatura monstruosa disfrazada de mujer le atacó y estuvo a punto de matarle, aunque, por suerte, y sin saber muy bien todavía cómo, logró destruirla antes de que lograse su propósito. Aquel día entendió que en realidad siempre lo había intuido: que todas ellas eran monstruos, vampiros, demonios, brujas, y que él estaba allí para cazarlas. Hasta entonces había sido sólo un juego, ahora era una misión sagrada que sabía le había sido encomendada tan sólo a él, porque el resto de hombres estaban ciegos. Él era el ángel exterminador que libraría al mundo de aquella plaga.

Antonio Zambrano miró por el retrovisor al Seat Almera blanco, desvencijado y sucio que hacía rato que se había dado cuenta de que le seguía. Sonrió. Se iba a divertir mucho hoy.




El León salió de la autopista en la primera salida tras el peaje de Martorell y se internó por carreteras secundarias a través de las colinas de la Anoia. Aguilar se mantenía a una prudencial distancia para que aquel sádico no le descubriera. No le gustaba, sin embargo, que hubiese actuado tan pronto después de recibir su advertencia, cuando él esperaba una vigilancia larga y más cautela por parte de quien suponía un asesino inteligente y metódico. Aunque, claro, ¿quién sabe cómo funcionan los procesos mentales de esos pervertidos? Cuando les asalta el ansia de matar, no consiguen controlarse. Sólo esperaba no perderle entre todas aquellas curvas, cruces y desvíos por los que pasaban, porque una vida dependía de ello.

Por fin, Zambrano se metió en un sendero bordeado de árboles y maleza. El ex-inspector pasó de largo para no acercarse demasiado y despertar sus sospechas, pero luego tardó demasiado en encontrar un sitio donde poder dar la vuelta en aquella carretera serpenteante y sin arcenes. Renegando contra todos los santos y vírgenes habidos y por haber, tuvo que encomendarse a la suerte y realizar una maniobra arriesgada confiando en que no viniera ningún vehículo en dirección contraria, para luego buscar aquel camino dichoso en el que se había adentrado la mala bestia a la que perseguía. Llamó con el móvil al 112 diciendo quién era y el crimen que estaba a punto de cometerse, dejando luego conectado el GPS para que pudiesen localizarle. Ni siquiera el CNI podría proteger a Zambrano si le atrapaban en plena comisión de un delito. Pero no esperaría, aquello ya era algo personal. Tenía que atraparlo él, aunque luego tuviese problemas por no ser un agente en activo.

El camino parecía más bien una torrentera de tantos baches y surcos que lo atravesaban. Muy despacio, lo recorrió entre balanceos, recordando una nota en el registro de la propiedad sobre una propiedad en aquella zona que aquel sujeto había heredado de un pariente lejano. Varias veces habían estado a punto de pedir una orden de registro para aquel lugar, pero la constante intervención de la agencia lo había impedido. Y eso sólo podía significar dos cosas: o estaban al corriente de las actividades de Zambrano y no les importaba, o eran unos imbéciles. Por lo tanto, lo sabían. Sabían a lo que dedicaba su tiempo libre su perro de presa. Porque no le quedaba la menor duda: Zambrano estaba en la nómina de los servicios de inteligencia por ser un asesino. Bueno, pronto tendrían una vacante.

Hacía un calor de mil demonios y sudaba a chorros, pero por nada del mundo se quitaría la gabardina. El camino le llevó hasta una vieja masía con bancales en los que crecían vides que se notaba que nadie cuidaba desde hacía tiempo. El Seat León estaba aparcado junto a la entrada y no se veía ni a Zambrano ni a la mujer. Aguilar detuvo su coche en medio del sendero para evitar cualquier posible fuga por allí y salió preguntándose en qué parte de aquellos terrenos enterraría aquel loco a sus víctimas. Mientras se acercaba a la masía, soltó el broche que inmovilizaba su Heckler and Koch en la funda sobaquera. Procuró mantenerse todo lo oculto que le fue posible, por si había alguien observando desde las ventanas, en las que se reflejaba con rabia el sol del mediodía. "Dios", se dijo, "¿por qué hace tanto calor?". No era consciente de que su corazón enfermo, el mismo que le había obligado a retirarse del servicio antes de tiempo, estaba empezando a ir demasiado deprisa.

La puerta principal estaba abierta. Una alarma saltó en el interior de su cabeza y entonces se dio cuenta de que Zambrano le estaba esperando. Aquello era una invitación. Ésta es mi morada, le estaba diciendo, entra libremente y por tu propia voluntad. Aguilar sacó el arma y notó que le temblaba el pulso. Fue consciente de que estaba cometiendo una locura y le vino a la mente el último caso en el que había trabajado, donde también tuvo que entrar en una casa parecida a aquélla y de la que salió huyendo aterrado. A partir de aquel día el mundo, su mundo, ya no fue el mismo.

Todo estaba en silencio. Aguilar recorrió la vivienda con cautela, como si sospechase que en cualquier rincón podía encontrarse con aquel demente dispuesto a descuartizarle con un machete. El lugar parecía tan abandonado como los viñedos, con muebles viejos y cubiertos de polvo, y se dijo que era extraño que no estuviese lleno de "ocupas". Quizás Zambrano sí se había ocupado de mantenerlo limpio en ese aspecto, y de nuevo se preguntó qué tipo de abono tendrían aquellas vides descuidadas y salvajes. El miedo le secaba la garganta. Allí estaba él, un pobre viejo gordo y enfermo, que ni siquiera en sus mejores días había sido un hombre de acción, metiéndose en la guarida de una bestia sanguinaria. Tampoco en sus mejores días había sido muy sensato y en el cuerpo tenía infinidad de cicatrices que lo demostraban, pero eran otros tiempos y otras circunstancias. Se dijo que esperar al grupo de intervención era condenar a muerte a una persona, que él era su única esperanza y su conciencia no podía permitirse lujos. "Haz algún ruido, hijo de puta", pensó. Pero el lugar permanecía tan quieto y muerto como un cementerio y sólo oía su propia respiración quejumbrosa y el chirrido exasperante de sus zapatos.

En la nevera de la cocina había algo de comida, muy poca, y toda ella enlatada o en bolsas, como si la persona que la utilizase nunca permaneciese mucho tiempo allí. Funcionaba, por lo que había electricidad, y seguramente agua, porque había un vaso que alguien había utilizado no hacía mucho en el fregadero. Así que Zambrano había pasado por allí minutos antes. Entonces se fijó en una puerta destartalada que daba a la parte trasera de la casa, a lo que parecía un pequeño huerto tan dejado a su suerte como el resto de la propiedad. Y al asomarse vio, adosada a la fachada, una estructura cuadrada con portones arqueados hechos de tablas negruzcas, cuarteadas por el tiempo. Supo al instante que era aquello lo que buscaba, porque los portones estaban entreabiertos y de uno de ellos colgaba un grueso candado.

Pistola en mano, Aguilar entró en lo que parecía desde fuera un cobertizo oscuro y lo primero que le asaltó fue el hedor. Un olor espantoso, a descomposición. Y frío, mucho frío. Unos escalones de piedra se sumergían en el subsuelo. Una bodega, pensó. Que olía a muerto. Apreció una tenue claridad en el lugar en el que finalizaban las escaleras, el resplandor titubeante que sólo producen las velas. Apoyándose en la pared, y caminando con cuidado para no resbalar en los escalones desgastados, el corazón tamborileándole dolorosamente en el pecho, penetró en aquellas catacumbas.

Porque catacumbas eran. En otra época quizá en lugar de estanterías repletas de mujeres momificadas y medio descuartizadas, allí habría habido toneles con vino madurando bajo tierra, pero ahora sólo era un museo dedicado al horror y la muerte. A la luz de gruesos velones colocados en sitios estratégicos, Aguilar se vio incapaz de contar la cantidad de cadáveres que se amontonaban en aquellos nichos de madera. Hileras y más hileras se extendían por doquier. El ex-inspector reprimió los deseos de vomitar. El hedor era insoportable. De pronto sintió deseos de marcharse de allí a toda prisa, pero no pudo hacerlo.

Zambrano surgió de detrás de una de aquellas obscenas estanterías funerarias, tan rápida y silenciosamente que el antiguo policía no lo vio venir. Iba desnudo por completo y estaba cubierto de sangre. Más alto y robusto que él, y dotado con la fuerza sobrehumana que da la locura, le dobló sin dificultad el brazo en el que tenía la pistola hasta rompérselo. Aguilar quiso gritar, pero el sonido que iba a escapar de su garganta se ahogó cuando un cuchillo de caza se hundió en su estómago. El rostro de aquel demente quedó sólo a centímetros del suyo. Sonreía.

—Yo también sé lo que eres tú —le dijo—: un muerto...

Y movió el cuchillo hacia arriba, desventrándole. Zambrano se apartó y Aguilar cayó al suelo, quedando sentado y con la espalda apoyada en una de aquellas macabras estanterías donde se almacenaban cadáveres. Las entrañas le cubrían las piernas. Aguilar se quedó mirándolas como hipnotizado. Resbalaban muy lentamente, humeando, cálidas y mojadas. "Dios mío...", quiso decir, pero no logró articular ni una sola palabra.

—Luego me entretendré contigo —aseguró Antonio Zambrano. Aguilar vio con horror que tenía el pene erecto—. Ahora tengo cosas que hacer...

Mientras el asesino se alejaba, Aguilar pensó estúpidamente lo curioso que era que no sintiera dolor. Todo su cuerpo parecía abotargado, insensible. Supo que estaba en estado de shock, y también que se moría.




Zambrano se dirigió al centro de su particular santuario. La antigua bodega subterránea tenía forma de bóveda circular y las hileras donde conservaba sus reliquias radiaban desde aquel punto en el que se levantaba su altar del dolor. Pronto se vería en la necesidad de buscarse un sitio más grande o ampliar aquél de alguna manera, porque sus últimos trofeos empezaban a acumularse en el suelo, restos mutilados que se desecaban poco a poco en los rincones. El altar consistía en una mesa quirúrgica de aluminio que había sustraído años antes de una funeraria y en la que ahora estaba Lucía, atada con correas, amordazada y desnuda.

Ella no era tan afortunada como Aguilar y sí notaba el dolor. Zambrano ya le había amputado los pechos y la había abierto en canal desde el esternón hasta la ingle, pero continuaba viva y despierta, totalmente consciente de lo que aquel sádico le estaba haciendo. Enloquecida, luchaba contra las correas que la sujetaban, pero inútilmente.

—¿Me echabas de menos, cariño? —le preguntó Zambrano, acariciándole la cara sudorosa y lívida—. No te preocupes, ya estoy contigo otra vez. Venga, sal de ahí, muéstrate como eres de verdad. Yo ya lo sé y no tienes porqué seguir fingiendo.

La mordaza tapaba los aullidos de la mujer. Antonio Zambrano sabía que se resistía a adoptar su verdadera forma, pero que al final lo haría. Cuando él hubiese terminado su trabajo la vería como realmente era. Pero quería ser compasivo y evitarle sufrimientos. En realidad lo hacía por su bien, como solía decirle su madre cuando le golpeaba sin razón aparente siendo sólo un niño. "Lo hago por tu bien, para que no te vuelvas como tu padre". Zambrano nunca había conocido a su padre.

Enseñó a Lucía el cuchillo chorreante aún de la sangre de Aguilar y se dispuso a proseguir con el suplicio. Pero entonces notó un golpe brutal en el lado derecho de la espalda y el pecho le estalló en una erupción de sangre, astillas de hueso y fragmentos de pulmón. Aturdido, vio el enorme boquete que le había desintegrado el pectoral y se giró. Tenía a aquel viejo entrometido a sólo unos metros. Había cometido un error imperdonable no recogiendo su pistola, pero nunca hubiese creído que pudiese volver a recuperarla, no en el estado en que le había dejado. De algún modo había conseguido recoger sus intestinos desparramados y volvérselos a colocar en el vientre, sujetándolos luego con el cinturón del pantalón para que no se le volviesen a salir, y caminaba renqueando hacia él. El brazo derecho le colgaba inútil, pero en la mano izquierda llevaba la H&K, que volvió a rugir acertándole en el estómago y llevándose de paso parte de su columna vertebral. Las piernas le fallaron justo con el tercer disparo, que le destrozó la cara y convirtió en añicos su occipital al salir. Quedó tumbado de espaldas sobre Lucía, que seguía debatiéndose en las ataduras.

A Aguilar le abandonaron las fuerzas y volvió a caer al suelo. Ya estaba. Había destruido a aquel monstruo. Se tumbó para dejarse morir, pensando que no habría nadie para llorarle en su entierro, y por primera vez en muchos años una lágrima resbaló por sus mejillas.