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Durante mucho tiempo tuve pesadillas después de volver de Bosnia-Herzegovina. Todavía hay noches en que me despierto sobresaltado, aunque han pasado años desde entonces y ya todas las heridas están curadas, tanto las del cuerpo como las del alma. Y es que hay cosas que por más que uno se empeñe en olvidar es imposible. Las cosas que viví allí fueron terribles y han dejado sus secuelas en mí; entre ellas, el rostro del primer hombre al que maté, que aún me persigue en sueños.

Me apunté al ejército buscando una casa, un hogar que no tenía. Huérfano desde muy joven, había vagabundeado de un lado a otro sin saber muy bien qué hacer con mi vida y pensé que allí encontraría lo que necesitaba. Era obediente, disciplinado, y además tengo entendido que mi padre era militar, por lo que tal vez ya tenía algo en mi genética que me impulsaba a tomar ese camino. Y me gusta la acción, no lo puedo negar. Siempre he practicado deporte, he buscado el riesgo y la emoción, y todo eso eso lo podía conseguir allí, además de un trabajo bien remunerado y saber que estaba haciendo algo de provecho por mi patria.

¿Por qué me presenté voluntario en las misiones para la Otan? Supongo que por lo mismo. Así, además, visitaría países en los que probablemente nunca podría estar de no ser de esa manera, y estaría también en primera línea de combate, algo que me atraía especialmente. Aunque las labores de nuestros contingentes eran de pacificación entre las partes en conflicto en aquella guerra civil, ansiaba la emoción del peligro. No podía saber cuán cruda y espantosa iba a ser la realidad.

El que se piense que por haber leído o visto películas acerca de horrores está preparado para todo, no puede estar más equivocado. Yo he visto ríos de sangre bajando por las calles, multitudes desarmadas siendo masacradas por algo tan banal como la religión; he estado en ciudades donde era imposible librarse del olor a cadáver; he pasado por campos que eran en realidad cementerios donde yacían los restos de personas que nunca recuperarán sus nombres. He visto al odio y al rencor convertirse en un festival de sangre y violencia contra el que antes fuera vecino e incluso amigo. He visto lo peor del ser humano, y estaba allí. He visto al monstruo en que se puede convertir. Y habrá quien diga que yo lo soy también, pero ni más ni menos que los demás.

Recuerdo con claridad que aquel día hacía un sol espléndido. Yo estaba destinado a labores de logística dentro de la operación Unprofor de las Naciones Unidas, y el convoy dentro del que estaba la unidad de la que formaba parte recorría la carretera que sale de Mostar, tras haber abandonado el aeropuerto de la base militar Ortiges, para dirigirse al puerto de Ploce en Croacia, donde esperaban el material que transportábamos para repartirlo vía marítima al resto de unidades desplegadas por el país. Pasamos por delante de pueblos enteros arrasados, por tramos de asfalto quebrados por los bombardeos y bosques calcinados. Llevaba más de tres meses allí y aún no había contemplado toda la crudeza de la guerra. Aquel día tuve toda ella y más.

De pronto estallaron las minas y uno de los BMR blindados saltó hecho pedazos. Luego empezaron a ametrallarnos por todas partes. Hubo mucha confusión, polvo por todas partes, gritos. Yo salté de mi vehículo dispuesto a retornar el fuego, pero justo entonces una granada hizo que éste volcase y salí despedido por la deflagración, quedando inconsciente.

Al despertar, no sé cuánto tiempo después, estaba atado a una silla en una habitación. A mi lado había otros soldados en idéntica situación, todos supervivientes de la emboscada y de todas las nacionalidades. Nadie sabía dónde nos encontrábamos. Luché contra mis ataduras, pero fue imposible liberarme. Gritamos, y a nuestros gritos acudieron un hombre y varias mujeres cubiertas con velos. Eran bosnios, gente a la que se suponía que habíamos venido a ayudar, y ahora éramos sus prisioneros. Iban vestidos con ropa civil, y no llegué a saber nunca si formaban parte del ejército regular o eran sólo bandidos.

Enseguida empezaron las torturas. El hombre nos golpeaba en la cara, en el pecho y en los testículos con los puños mientras las mujeres miraban y se reían. Hacía esto hasta que se cansaba, y no dejaba de preguntarnos cosas en su idioma, que ninguno entendíamos más allá de cuatro palabras sueltas. A veces intercalaba alguna palabra en inglés, como "almacén", "armas", "transportes", y deduje de ese modo lo que les interesaba: robarnos cuanto pudiesen, atacar a futuros convoyes. Ninguno dijimos nada, ya que tampoco sabíamos gran cosa.

No sé cuánto tiempo estuvimos así: días, semanas... A lo largo de ese tiempo, y a intervalos nunca predecibles, el hombre y su cortejo de damas enveladas aparecían para repetir una y otra vez el mismo procedimiento. Nos daban sólo agua para evitar que muriésemos deshidratados, aunque las palizas acabaron por matar a algunos. Cuando eso sucedía, veíamos con horror cómo las mujeres los desataban y luego los despellejaban ante nuestros ojos. Hasta que empezaron a hacerlo con los que también estaban vivos. Sus gritos me acompañarán hasta la muerte.

Un día, sin embargo, cuando ya sólo quedábamos dos o tres de los prisioneros (es algo que no consigo recordar, a pesar de la nitidez con que rememoro todo lo demás), y mientras torturaban a uno de ellos, el mundo entero se desplomó sobre nosotros. Hubo un trueno tremendo, apocalíptico, y las paredes se desmigajaron y volaron convertidas en cascotes, sepultándolo todo. Supongo que debió ser alguna bomba de aviación. El caso es que volví a quedar inconsciente y cuando recuperé el conocimiento estaba libre, la silla rota, y yo cubierto de polvo y fragmentos de ladrillo, pero vivo. Pensé entonces que era un milagro, y lo sigo pensando. Sobreviví a todo eso, y lo hice porque Dios tiene algún plan importante para mí.

La habitación era un desastre. El edificio entero era una ruina desgarrada, rota. Se veía el cielo. El cielo... Había llegado a creer que nunca volvería a verlo. Todos los demás, mis compañeros, las mujeres, nuestro torturador, estaban muertos, aplastados por las ruinas o reventados por la explosión. O eso creí al principio, porque al acercarme al bosnio, que estaba atrapado bajo una viga de cemento, comprobé que seguía con vida.

Le torturé, claro que sí. Cogí uno de los cuchillos de las mujeres y le corté la lengua, los dedos de las manos, le arranqué los ojos, la nariz, las orejas, y luego toda la piel de la cara, que aún conservo. Me hicieron feliz cada uno de sus chillidos. Después pisoteé su cabeza hasta que las botas se me llenaron de sangre, astillas de hueso y sesos. Fue el primer hombre que maté en mi vida, y aún me estremezco de horror y de alegría al recordarlo. Luego he matado a otros, pero ya no fue lo mismo.

A las mujeres no pude torturarlas, una lástima. Estaban todas muertas. Pero les arranqué los velos y despedacé y mutilé a las que no estaban ya deshechas por la explosión. Por mis compañeros muertos. Y mientras lo hacía pensaba también en la primera mujer que maté: mi propia madre, cuando sólo era un muchacho.