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Mientras agonizaba tendido sobre un charco de su propia sangre, Roberto Aguilar pensaba en lo mucho que había desaprovechado toda su vida. El escenario de su muerte era un buen ejemplo que resumía todo lo que había sido ésta: una bodega subterránea fría y oscura donde se amontonaban los huesos de las víctimas de un psicópata al que había tenido que descerrajar un tiro en la cara. Moriría como vivió, solo y perdido, rodeado de maldad y podredumbre.

Curiosamente, no sentía dolor. Estaba en shock y lo único que notaba era un frío tremendo que le hacía tiritar. Sabía que le quedaban sólo unas horas de vida como mucho, minutos si tenía suerte y todo era rápido. Había oído que las heridas en el estómago provocaban una agonía larga, y la suya era muy fea. Aquel cabrón le había abierto las tripas con un cuchillo y ahora sólo se sujetaban en su sitio gracias a la compresión del cinturón. Por el suelo había ido dejando fragmentos de sus intestinos rotos, y del contenido de éstos, mientras se arrastraba para acabar con él. El único consuelo que le quedaba era que su corazón enfermo, la razón por la que había tenido que abandonar el servicio activo antes de tiempo, fallaría antes que ningún otro órgano y lo haría todo más rápido.

Cerró los ojos. Esperaba la típica luz, el túnel, el encuentro con familiares y amigos desaparecidos, que eran muchos, demasiados, pero no hubo nada de eso. Sin embargo sí le vinieron recuerdos, brillantes y nítidos como si los acabara de vivir, algunos tan oscuros y lejanos que ni siquiera había vuelto a pensar en ellos durante años. Como aquel caso del que se ocupó a finales de los setenta, en Vigo...

Hacía poco tiempo que entró en la Brigada Central de Policía Judicial, y menos aún en su sección de homicidios y desaparecidos, por lo que prácticamente se le podía considerar un novato, cuando le enviaron allí junto al inspector Javier Bejide, que era de la zona y por tanto podía moverse con soltura. Él era por entonces subinspector y no había intervenido todavía en ningún asunto de asesinato, así que no podía ni imaginarse los horrores con los que se encontraría más adelante. Hasta la Brigada habían llegado las denuncias de varias desapariciones de mujeres en sólo unos meses y las comisarías locales sospechaban que todas ellas podían estar relacionadas, y si era así entraría a formar parte de su competencia. Dilucidar eso y comenzar una investigación, o inhibirse por completo de no existir razones fundadas para el traslado del caso, era su primer cometido, así que hasta allí se trasladaron con la primera impresión, tras visualizar los informes, de que podían estar ante un asesino en serie.

Las circunstancias también apuntaban a ello: mujeres jóvenes, de aldeas remotas, de las que sencillamente una noche no se tenía la más mínima noticia. Bejide y Aguilar interrogaron a centenares de familiares y amigos, comprobaron las coartadas de los delincuentes sexuales de la zona y limítrofes, rastrearon los pasos de las víctimas hasta que no se supo más de ellas, y no encontraron ni una sola coincidencia, algo que les llevase en alguna dirección. Comenzaron a desesperar y llegaron a pensar incluso que se habían equivocado, cuando un comentario de la esposa de Bejide les dio una nueva perspectiva.

—¿Cómo que esas mujeres no tenían nada en común? —le reprochó su señora al inspector en una conversación telefónica que mantuvo—. ¡Sois unos machistas! ¿Habéis desechado las cosas que las mujeres hacemos todos los días, como ir al mercado, coser, cocinar...? ¡Claro que tenían cosas en común!

Y era cierto: resultó que todas ellas llevaban lo que no podían coser por sí mismas a un sastre, y ese sastre, Juan Daspenas, un individuo apocado y de apariencia afeminada, se puso tan nervioso al aparecer ellos en su tienda que le metió dos cartuchos de perdigones en el pecho al pobre Bejide con una escopeta de cazar conejos antes de que ni Aguilar ni él pudieran reaccionar. El inspector cayó muerto al instante y, mientras su asesino recargaba el arma con manos temblorosas, Aguilar miró el cuerpo ensangrentado de su compañero, se acercó a Daspenas y, sin mediar palabra, le metió la pistola en la boca y disparó.

Fue la primera vez que se tomó la justicia por su mano, y la última que quiso tener un compañero al lado. Luego en el interior de la tienda se descubrieron varios trajes hechos con pieles de mujeres, pero ningún cadáver. De los cuerpos nunca se halló el menor rastro. Aguilar tenía la convicción secreta de que aquel maníaco se las debía haber comido, pero no pudo decir nada porque por su culpa era imposible saber ya la verdad. No se arrepintió jamás de haberle dado de comer plomo a aquel hijo de perra.

Abrió los ojos de nuevo en la oscuridad. El frío que sentía era tan intenso que le parecía que sus huesos se habían vuelto de hielo. Creyó haber oído un ruido, pero a lo mejor eran sus propios tiritones. Entonces el ruido se hizo más fuerte. Decenas de botas bajando por las escaleras de la bodega. Voces de hombres. Y los haces de linternas barriendo las sombras. Como en un sueño, Aguilar vio que alguien se inclinaba sobre él. ¿Era un casco lo que tenía?

—¡Hombre herido! —oyó que decía—. ¡Contusión abdominal punzante... Muy grave... Necesita atención inmediata...!

Fue lo último que escuchó antes de caer en el olvido.