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No me ha sido nada fácil conseguir esta entrevista con el profesor Starley Rudge. Desde que este prestigioso científico decidiera retirarse, a comienzos de la década, y abandonar el mundo académico, pocas han sido las noticias que se han tenido de él, así como pocas han sido las personas que han podido darme algún indicio sobre su paradero actual o, como mínimo, proporcionarme alguna manera de contactar con él. Ni parientes ni antiguos compañeros de profesión, todos ellos poco dispuestos a colaborar después del revuelo mediático que supusieron los hechos narrados por George McLeod, que significaron para ellos una verdadera pesadilla, quisieron saber nada de este periodista a ese respecto; algo perfectamente comprensible dadas las circunstancias. Al parecer el profesor había dado a su entorno instrucciones precisas sobre su voluntario anonimato y no deseaba ser molestado más de lo que ya lo había sido. Todo el mundo coincidía en que las cosas, tal como sucedieron, fueron contadas en su totalidad en su día y no quedaba nada más por explicar. Algo que, por supuesto, no consideraba yo rigurosamente cierto, dados mis recientes descubrimientos, pero resultó inútil insistir.

Sin embargo, alguna de las fibras que toqué en todo ese entramado de silencio debió ser la adecuada, porque al cabo de unos días, y cuando ya me encontraba a punto de darme por vencido, llegó a la redacción de La Gaceta de Gotham una carta dirigida a mí y firmada por el esquivo profesor en la que me instaba a un encuentro. Con la condición, me explicaba en su misiva, de que respetase su intimidad y no revelara su actual paradero, aceptaba reunirse conmigo en un lugar del que tampoco debería hablar. Exigencias que, por supuesto, acepté encantado.

Como ya ha pasado casi un lustro desde las circunstancias que le hicieron famoso, tal vez haya quien no recuerde al profesor Rudge. Su nombre empezó a sonar con la invención de un nuevo sistema de radiotelefonía a larga distancia que rápidamente fue adquirido por el ejército británico y usado para sus telecomunicaciones, pero cuando se hizo de verdad célebre fue tras la publicación del libro de McLeod que decía dar explicación a cierta intervención naval en una isla del Pacífico que el gobierno de Su Majestad escondió bajo la excusa de unas maniobras rutinarias. Las hipótesis del escritor, por muy extravagantes que hoy parezcan, levantaron sin embargo en su momento una tormenta política con enconadas declaraciones que salpicaron a altos rangos de los servicios de Inteligencia y el Foreign Office, y que provocaron destituciones y no pocas evasivas por parte del entonces Primer Ministro David Lloyd George, del que se llegó a decir que lo que no había conseguido la Gran Guerra lo logró aquel pequeño asunto: acabar con su mandato. Sea como fuere, todos los puntos del libro de McLeod fueron desmentidos sin que el verdadero protagonista dijera ni una sola palabra al respecto.

Como es natural, no podía ser otra mi primera pregunta más que ésa:

—¿Por qué usted fue el único que no rebatió el libro de McLeod?

—Me permitirá que no conteste a esa pregunta, pero es que sigue siendo un secreto de Estado, y yo ciudadano de la Corona. No puedo hablar de ello.

—Pero así usted admite implícitamente que algo de verdad sí que hubo…

—Admito sólo que el señor McLeod escribió lo que él creyó que había sucedido. Tenía derecho a opinar sobre lo que le placiera, y más teniendo en cuenta que él desde el principio lo consideró una novela y en ningún momento dijo que fuera nada más que eso.

—¿Pero no le molestó que incluyera su nombre, así como los de otras personas cercanas a usted?

—Si me molestara cada vez que oigo mi nombre en la boca de otra gente no podría vivir mi vida. Soy un científico, y por una u otra circunstancia mi nombre se ha convertido en algo público y, por tanto, sujeto a opiniones. Créame, lo que dijera el señor McLeod de mí en su obra no es ni mucho menos lo peor que he oído, al contrario. Me he sentido más herido con las manifestaciones de colegas en algunos simposios y congresos.

—De acuerdo, no me lo pone usted fácil, hagamos la pregunta de otra manera: usted ha sido siempre partidario, y además afirma que está totalmente convencido, de que es posible químicamente hablando la existencia de vida en otros planetas, incluso aunque su estructura molecular sea muy diferente a la nuestra. ¿Los sucesos en esa isla misteriosa, sólo conocida en los informes como Estación X, se lo corroboraron?

—Usted tampoco me lo está poniendo fácil a mí. De nuevo tengo que atenerme al secreto oficial. Mire, lo más sencillo para mí, como lo hubiera sido cuando estalló todo eso, sería mentir, dar por válidas las respuestas de mi Gobierno, pero ni lo hice entonces ni tampoco lo haré ahora. A veces, el silencio es en sí mismo toda una declaración.

—Me conformo con eso. Sí, a veces un silencio dice muchas cosas. Supongamos entonces. Supongamos que al menos parte de aquellos hechos pudieron ser reales, y supongamos también que ha llegado hasta mí la narración de otra persona en la que aparece de nuevo su nombre, de otros sucesos ocurridos algún tiempo después. ¿Qué me respondería a eso?

—Si estamos suponiendo tan sólo, le diría que si unos fueron reales, los otros también pudieron serlo.

—Esos otros sucesos de los que le hablo son aún más increíbles que los primeros: hablan de viajes en el tiempo, de realidades alternativas, de criaturas imposibles, de amenazas que desafían a la imaginación…

—Todo lo que hay en el universo desafía a nuestra pobre imaginación. Dígame usted cuál es el límite, si aún no lo conocemos. Yo al menos no lo conozco. Debe haber cosas ahí fuera tan espantosas como maravillosas. Y, bien, de todo eso que me habla… Tal vez debería preguntar mejor a las personas que detentan el poder, a todos los descubrimientos que se han ocultado a la opinión pública, a los inventos que nunca han salido a la luz. Se sorprendería, amigo mío. Se sorprendería mucho.

—¿Se puede entonces viajar en el tiempo? ¿Existen esas realidades, esos mundos…? ¿Y no podemos saberlo?

—De nuevo me acojo al secreto oficial. No soy yo el que puede decidir sobre esos asuntos.

—¿Pero cómo es posible que diga eso? Estaríamos hablando de que muy cerca nuestro, en Marte, en Venus, hay… cosas esperando para invadirnos… E incluso más allá. De que tal vez alguna de ellas ya haya llegado hasta aquí. Que es posible que estén entre nosotros…

—Si así fuera, ¿no cree que ya estaríamos prevenidos? ¿Que se estaría trabajando para impedirlo?

—¿Se está haciendo?

—Como le dije antes, a veces hay que hacer las cosas en silencio.